Rebeca y Carlos: juntos hacia el altar
Eran las siete menos cuarto de la tarde. Carlos estaba en la puerta de la Catedral de Segovia completamente trajeado. Se frotaba las manos nervioso e iba de un lado para otro saludando a los familiares y amigos que ya estaban por allí. El día había llegado, se iba a casar con Rebeca.
Era primavera, el sol estaba cayendo y hacía viento, incluso, un poco de frío para esas fechas. La plaza de la catedral estaba muy animada con música en directo y muchos se dieron la vuelta al ver el BMW gris que aparcaba en la entrada de la catedral. Rebeca había llegado.
El coche paró al lado de los portones. Eran justo las siete de la tarde. La novia, rompiendo con la tradición, había sido muy puntual. Carlos, con una sonrisa de oreja a oreja, se dirigió a la puerta del coche. Se creó un poco de confusión porque le habían dicho que el padre de Rebeca, Jesús, tenía que abrirle la puerta, pero de repente, empezaron a decirle que era él, el novio, quien debía hacerlo.
Carlos tiró del picaporte y allí apareció Rebeca. Lo primero que pensó Carlos al ver a su futura esposa fue: “Está preciosa”, no tenía más palabras para definir aquel momento. Fue algo mutuo. Rebeca le miró y se sintió orgullosa de la decisión que había tomado. Allí estaba Carlos, esperándola con su traje y chaleco marroón chocolate, y corbata dorada. “Ahora sí. Estoy plenamente satisfecha con mi vida”, se dijo para sí misma.
Carlos ayudó a Rebeca a salir del coche y fue en ese momento cuando se reveló el secreto mejor guardado de toda boda: el vestido de la novia. Parecía una princesa salida de un cuento. Rebeca lucía un traje bordado blanco de palabra de honor que debajo del pecho dejaba ver un conjunto de piedrecitas brillantes. La cola era perfecta, ni muy larga ni muy corta, e iba franqueada por un velo sujeto a su melena recogida en un original moño que dejaba libres algunos mechones rizados. Y como detalle final, un sencillo tocado de plumas y un ramo de orquídeas.
Nada más bajar del coche, Rebeca se agarró del brazo de Carlos y todos los allí presentes comenzaron a aplaudir y a vitorear ‘¡Vivan los novios!’. Se tomaron las primeras fotos juntos y Apa, amigo de Carlos, hizo clic en el ON de su cámara.
Carlos estaba sediento y le pidió a Rebeca un segundo. La novia se quedó sin su novio unos instantes pero no pasaba nada, la ceremonia todavía no podía empezar ya que la madre de Rebeca, Maribel, aún no había llegado.
Carlos volvió corriendo al lado de Rebeca con una botella de agua en la mano y en ese momento, apareció el coche que llevaba a la madre de la novia. La ceremonia ya podía empezar. Carlos se agarró al brazo de su hermana Virginia. Su madre, Mayte, no podía acompañarle en este momento tan importante pero él sabía que de una forma o de otra, ella estaba a su lado orgullosa del paso que iba a dar.
Mientras, Rebeca se acomodó en el brazo de su padre mientras le decía a los invitados entre risas: “Id entrando a la catedral que si no, no va a haber nadie esperándonos dentro”.
El altar mayor de la Catedral de Segovia ya estaba listo para comenzar la ceremonia, los invitados habían tomado asiento y el órgano comenzó a tocar la marcha nupcial de Mendelssohn. Los primeros en caminar por la alfombra hacia el altar fueron el novio y la madrina. Carlos quiso hacerlo a su manera y saludó a los invitados al más puro estilo Isabel de Inglaterra. Tras ellos entraron los sobrinos de ambos junto a la hermana de Rebeca, Ruth, que llevaban las arras y los anillos. Y por último, la novia.
Rebeca iba acompañada del que hasta ahora había sido el hombre de su vida, su padre. Jesús estaba inmensamente feliz de lo que estaba viviendo al lado de su hija. Estaba haciendo lo imposible por no llorar y aguantar.
Se sentía muy orgulloso por llevar a Rebeca del brazo en la catedral de su tierra pero todavía estaba más orgulloso porque estaban llegando a una meta. Jesús no paraba de pensar:
“Me voy a quedar sin mi niña pero estoy feliz de que haya encontrado a Carlos. Él la quiere mucho, está pendiente de ella en todo momento y, lo principal, están muy unidos y se comprenden”.
Sabía que su hija había encontrado al hombre de su vida y esa era la mayor satisfacción.
Carlos ya estaba en el altar viendo cómo Rebeca recorría el pasillo nupcial bajo la atenta mirada de todos sus familiares y amigos. No podía apartar los ojos de ella y sólo podía sentir una cosa que le recorría de arriba a abajo: felicidad.
Rebeca tampoco podía dejar de mirar a Carlos. Se sentía con una confianza y seguridad que nunca había experimentado. Sabía que era un paso importante en su vida, que estaba a punto de casarse con ese hombre tan maravilloso que no paraba de sonreírle, y que era lo que quería hacer.
Por fin se encontraron en el altar. Jesús le ofreció a Carlos el brazo de su hija y ambos subieron. Tras colocar como es debido la cola de la novia, dio comienzo la misa. Amando, el cura encargado de oficiar la ceremonia, comenzó de una manera poco habitual: “Buenas tardes, buenas tardes” repetía para ver si le funcionaba bien el micro arrancando alguna que otra sonrisa entre los invitados.
“Bienvenidos a la fiesta del amor”, -exclamó.
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